A UNA EXTRAÑA

19 y 20 de noviembre de 2014,
miércoles y jueves

―[…] ¿qué es lo que no me conecta con ella?, ¿qué es lo que no me la recuerda?
No puedo mirar al suelo sin que se dibujen sus rasgos en las losas.
En cada nube, en cada árbol, llenando el aire de la noche
y vislumbrándola en cada objeto por el día.
Estoy rodeado de su imagen.
Los rostros más corrientes
de hombres y mujeres ―mi propia imagen―
se burlan de mí por su parecido.
El mundo entero es una espantosa colección
de recuerdos de que ella existió
y de que la he perdido.

Emily Brontë, Cumbres Borrascosas,
col. Letras Universales, núm. 119,
Madrid, Cátedra, 1989, pág. 451
(escena hacia el final del capítulo XXXIII;
se ha desplomado la voluntad de venganza;
Heathcliff evoca)

 

Al abrir el correo dos o tres días después, encontré que en la bandeja de entrada había un mensaje para mí cuyo envío se remontaba al domingo 16.

Era un mensaje como una ventana que está mirando hacia la calle, pero la ventana no existe, no hay ventana. Tampoco hay calle.

El título del mensaje, casi por sorpresa, comía de una conversación que quizás había sostenido, se dirigía a mí, parecía conocer el vocativo con que alguna vez me han llamado los que me ven, pero no me conocen. Parecía saber, que es poco y disperso con relación a conocer, que esperaba un mensaje como ese, que siempre estoy esperando, desde la mañana hasta la noche o desde que nací, lo que nunca ocurrió, aunque fue de noche.

La Paz, extraña que abría los brazos y quitaba el hipo en el mensaje (pero después…, después me lo quitó), es que parecía ofrecer. No pedía.

Cuando «desempaqué» la carga adjunta, el corazón desbordó con la circunstancia ventajosa de estar preparado para recibir una lanzada de lo maravilloso hasta la virola (herir pero no matar); y si por la amenaza de la distracción momentánea en que nos sume la cotidianidad pálida bajo la urna no lo está, a lo suyo vuelve en seguida y se prepara. El mensaje traía un poema de Whitman, uno que cualquier otro ser humano o inhumano, un erudito, por ejemplo, habría tratado de desabrigar en su obra completa. Aquellos ojos infantiles me miraban cuando descargué el poema adjunto y adquirieron una mayor objetividad al guiarme en la determinación de echar a un lado que estaba escrito y esperar a que se encendiese el tubo fluorescente del vaticinio. Lo que va a acaecer guarda su luz, a pesar del tiempo transcurrido, la luz fría que dura aún.

La mancha de su barba contra el fondo del texto se movía por los bordes dentados o eso creí por mi propia barba, apercibiéndome que no era momento para escapar por el estupor, sino de atender al agente físico-químico que, desaparecido, estaba aquí abajo a punto de encenderse.

Me hice cargo de que el poeta era un simple escaparate, y que había accedido a serlo.

Seguramente he vivido contigo
en alguna parte una vida de gozo

La voz de Kenneth Branagh, impostada, exagerada, de estertor profesional, caía por ignorancia teatral en el régimen de restitución imposible del hierofante en la antífona del director católico de coro.

Tú creciste conmigo,
fuiste un muchacho conmigo,
o una muchacha conmigo.

Alguien al otro lado del poeta que no decía nada, quería decirme algo. Alguien a quien no veía me estaba viendo.

Me dejé atrapar: la circunstancia ventajosa también aprovecha el impulso procedente de la anagnórisis. La busca que no es obsesiva no reforma, sin embargo, la espera que lo es. Lo escrito en ASUNTO estaba pensado ―¿lo estaba?― para coger en sus redes a un pez al que los ríos ya no le hablan. ¿Fue error? ¿Fue deriva de un hecho adelantado?, ¿la hora de visita de la Sra. Abuso de Ti que nos toma por su juguete barato de papelería, el de sus dramas interiores y sus conflictos inventados?

¿Qué fue?

Me dejé llevar…, espío mi intacta candidez, la fotografía descolorida de los poetas, reyes soñadores…, y todavía creo que vendrás a donde estoy, que te descolgarás donde nunca, femme de nulle part, que oiré tus pasos de mujer que no tuvo uso de razón, en esta mezcla de expectación y desengaño de sala de profesores.

[…] tu cuerpo ha dejado de ser sólo tuyo,
y ha impedido que mi cuerpo sea sólo mío.

Había creído oír unos pasos que podrían ser los de la mujer amada, los de la mujer desvanecida gradualmente del vocabulario científico, que calcaban al par que consolaban del malogro de un panegírico reciente de alguien que había representado el equinoccio que cría nuevas alas gigantescas y terminó siendo un gigantesco chasco.

Pero está demostrado que no hay chasco, que lo que hay es autoengaño que lo lleva en su vientre.

El poema A un extraño no era para mí. No estaba destinado al extraño que era yo. Había sido enviado a otros antes que a mí, a veintenas de otros, por el trámite electrónico y chambón de «compartir». En mi niñez, lo que se quería copiar se sometía a la impersonalidad del papel carbón. Llegaron más tarde las «cadenas», en los años setenta. Se recibía una carta sin remitente con un breve mensaje redactado en una misma compulsión misteriosa e insulsa que había que hacer circular, eligiendo a diez personas más. La cadena pretendía asustar con la misma aburrida amenaza. Si se la interrumpía, tirando el mensaje, por juzgarlo una idiotez o una inocentada, se exponía uno a calamidades como la de perder a toda la familia igual que le sucediera a Job, padecer prolapso de ano, ser atropellado por una columna de hormigas yendo por la calle o contraer la lepra a partir de una neurodermatitis y sin presencia del bacilo de Hansen.

Las cadenas se revelaron, con la popularización de Internet, tan inútiles como la frente para un calvo.

Se puede formar un número mayor o menor de creyentes que no serán crédulos, porque lo cierto es que ninguno cree en aquello que comparte. Se trata sólo de eso, de compartir, de poner «Me gusta», «No me gusta» o de no poner nada, en cuyos límites se disipa el matiz de cacatúa de no decir nada y quedar como un guacamayo o tal vez un ave del Paraíso. Las pequeñas contrariedades de sufrir una desilusión porque lo que ha llegado a la bandeja compartido viene sudado por miles de miradas secundarias, y tampoco significaba gran cosa en el momento en que se empezó a compartir, llegan de otro mundo ―el de la cabeza― a este vuestro ―el de la informática―, insensibles al dolor de una pérdida que no se experimenta y exoneradas de la maldad que no las razona. Como es basura lo que se comparte y todos se hacen cómplices en tirarla, basura anónima, pues, es lo que se comparte.

Unos a otros se apoyan. El libre albedrío de la mediocridad ha encontrado en las redes sociales su coto de caza. La veda del confortamiento, levantada para que el espíritu huya de la posibilidad que lo persigue de unificarse en el himno adocenado de los que no llegan a ser originales porque no lo son por su talento, ni osados porque no lo son por su voluntad. Los vemos dándose unos a otros el besamanos en Google Go-between, el Trashbook, el trifling Tweeter, altavoz para altas egofrecuencias, y otros cultos de brujas que, justo es reconocerlo, no existirían si en lugar de vivir de lo que ven, sin la letra, se avinieren a la herencia fallecida de ver lo que hay dentro de la letra para vivir.

Tocaba Whitman; mañana seguirán Xúlio Valcárcel o García Montero o algún otro pan sospechoso en agua o gachas de la abuela.

¿Por qué creí que esta vez no se cumpliría la ley de la reproducción de los robots vivientes?, ¿que la emoción se esforzaría por recuperar la fuerza del cuerpo y volver a su origen primitivo de emoción? ¿Por qué pensé llegado el día en que la excepción iba a sentirse repentinamente cincuenta años más joven y salir de su estado vegetativo?

Por el impacto de la frase. Todo debe hacerse para llegar a la exactitud del impacto. «Gracias por existir, mi capitán», venía escrito en tu ASUNTO. A mí me han dicho «¡Oh, capitán! ¡Mi capitán!» cuando salgo a recitar. Me lo dijo José Luis Del Castillo, Erik el Rojo. Se subió a una mesa, en el Bar La Tertulia, y me lo dijo, sabiendo, como gran poeta del amor, que la raza de los poetas es una sola y que, faltándonos escuadrón, avión, puerto o batería, el grado da lo mismo en la obscuridad. Lo ostenta el viejo de la barba blanca caudalosa o cualquiera de nosotros, animales extraídos de su poligamia con el cosmos.

Había obstáculos en la realidad (donde pensamiento hay, como piojos abundan), datos en el exterior que entorpecían la fe ―¿de qué sirve Dios sin la fe que le hace tiritar?―, el sentido común, casi invariablemente, es un obstáculo; pero… ¿podía ser un malentendido, basura anónima, cuando era el poeta mismo el que asumía la costumbre humana de hablar por otro?

Debo pensar en ti cuando esté sentado
solo, o me despierte, solo, en la noche.

¿Quiénes creerán estas palabras, si no hay una verdad vital que las respalde por bastarse a sí misma?, ¿si el «pinchar» en «compartir» desmiente el velo material de carne, sangre y tendones de esa verdad vital como el velo del templo cuando Jesucristo expiró, que se rajó de arriba abajo? Aquí, en A Coruña, en el portaaviones atlántico, desando tres veces historias disecadas aún con fiebre en el recuerdo por la cubierta empapada del portaaviones; camino, me paro muy lejos, justo al borde de la cubierta occidental de Europa, viendo, a sesenta pies, las olas cruzadas, el horizonte siempre gris de calma brutalidad, en fin, con un aguacero esperando…

Tengo toda la obra, un cuadro en el pasillo con la foto de Artaud dormido, creo que en casa de Derrida, el cigarrillo durmiendo y despojándose con él de su envoltura terrestre en humo réprobo; cuatro dibujos que indagan si es cierto que nada puede apartar al Conde de Lautréamont de la fisonomía que en nuestra imaginación le tributamos; Rimbaud a la derecha, en el cuadro de Fantin-Latour por el que, al revés del Conde, llegó a tener una y definitiva, y Nerval (el gran Gerardo) en el lado opuesto, cuando su expresión era todavía la sobrehumana y no la del loco en el globo sonda; Jacobo Fijman, el Samuel Tesler de Marechal, que murió internado en el Vieytes/Borda, el manicomio argentino; mi padre Baudelaire en el retrato desafiante de Carjat del sesenta y uno, cuando presentó la candidatura al sillón de Lacordaire de la Academia, el mismo pulso al Imposible por el que yo te espero, niña que eres lo que no. Y el abuelo Walt en el centro.

Tengo toda la obra, la tengo casi toda, en inglés y en castellano, en libro, antología, fotocopias grapadas…; pero no es la obra lo que hay que tener. Es el parentesco.

Debo esperar…,
no dudo que te encontraré otra vez.
Debo cuidar de no perderte.

¿Debo esperar, abuelo?

Habiéndose producido el fenómeno de la llegada de tu mensaje con la promesa del poema, deberá exhalar la transpiración que trae pegada a la base para objetar el malentendido e interrogar a las casualidades. Mientras el poder del amor aguanta oculto en la rerum necessitas y los versos se tornan incomprensibles mientras no brillen en la dirección superior de un sentido visible, recurriré ―lo más mísero no excluye lo mirífico― a lo que Phil Collins aconseja en Everyday:

Hasta entonces habrá que probar
todas las formas de dormirse llorando.

Esta entrada fue publicada en Correspondencia. Guarda el enlace permanente.

Una respuesta a A UNA EXTRAÑA

  1. Andrés Ciria Romero dijo:

    Qué tal, barbado.
    Veo que sigues sin hacer público un correo electrónico al cual escribirte.

    Aquí te mando una mala noticia, si es que te interesa:

    http://ccaa.elpais.com/ccaa/2015/05/27/catalunya/1432753475_538173.html

Deja un comentario